Para promover el pensamiento científico desde la escuela, en el contexto del posconflicto, hay una oportunidad creciente de realizar expediciones biológicas y promover distintas formas de aproximarse al conocimiento.
En agosto de 2018, 20 estudiantes de diversas edades de la vereda Carnicería, en Morelia, Caquetá, salieron en una expedición botánica a un área boscosa cercana a su institución. Pasaron todo el día identificando plantas, aprendiendo sobre los nombres y las propiedades de especies que habían visto toda su vida en esa zona de la Amazonia en donde viven, pero que no sabían que existían.
Tenían el objetivo de reconocer cómo está compuesta la biodiversidad de la región y cuál ha sido el impacto ambiental de la actividad humana. Pero lograron algo que no se esperaban: identificaron una nueva especie para la región. Hasta entonces, nadie sabía que la Passiflora pittieri existía en esta zona del país. Con este trabajo, los jóvenes de la institución educativa Juan XXIII, en Morelia, están aprendiendo a conocer y apreciar el valor biológico de su propio territorio y contribuyendo al conocimiento de la biodiversidad nacional en zonas que hasta ahora el conflicto armado había mantenido lejos de la documentación científica.
“Lo que más los emocionó fue acercarse al conocimiento de otra forma. Aprender cosas que, a pesar de estar viviendo en esa zona durante toda su vida, desconocían”, cuenta Laddy Perdomo, coordinadora pedagógica del programa Ondas en Caquetá y una de las asesoras que acompañó la expedición el año pasado.
Esta hizo parte del proyecto Expedición Ondas Bio, una iniciativa del programa Ondas de Colciencias que desde hace tres años enseña a estudiantes de escuelas públicas de Bolívar, Nariño, Caquetá y Meta a hacer expediciones científicas, identificar flora y fauna y catalogar sus hallazgos. “Este programa se desarrolla en el marco del programa Colombia Bio, que busca que las expediciones científicas se lleven a cabo en zonas que habían estado abandonadas por el conflicto”, cuenta Patricia Niño, coordinadora nacional del programa Ondas.
Solo el año pasado, 10.076 niños de 67 instituciones educativas hicieron parte de las expediciones. Recibieron una guía sobre cómo se debe hacer una expedición, con todos los lineamientos técnicos necesarios. Aprendieron a tomar muestras adecuadamente, visitaron herbarios y colecciones biológicas gratuitas en línea. Y al final produjeron un catálogo profesional con la diversidad de su territorio entre otras actividades propias del proceso de investigación. Un trabajo pedagógico y científico de todo un año.
“Lo que buscamos es que los estudiantes primero hagan el reconocimiento de la biodiversidad, y que, en un segundo momento, los niños en sus comunidades propongan acciones para determinar su uso sostenible. Hemos visto que los niños comienzan a sensibilizarse, ya problematizan las formas de pesca que tienen sus padres, por ejemplo, o se preguntan por usos sostenibles de sus recursos”, agrega Niño.
Enseñar a pensar
“La investigación les enseña que todo lo que se diga hay que demostrarlo a través de un experimento. Nada es cierto a menos que se confirme”, explica Luis Emiro Ramírez, profesor de la escuela Avenida El Caraño en la zona rural de Florencia, Caquetá.
Ramírez es uno de los pocos maestros colombianos que han recibido el reconocimiento de ser nominados al Global Teacher Prize, el máximo galardón que puede recibir un profesor en el mundo, por su trabajo de investigación con los alumnos. Junto con sus estudiantes, desarrolló un sistema de monitoreo del río que alerta cuando hay crecidas que puedan poner en peligro la escuela o la comunidad.
Esto surgió de una metodología donde, al comienzo de cada año escolar, les pide a sus alumnos que lleven 100 preguntas, por simples que sean, como ¿por qué las hojas son verdes? o ¿por qué el cielo es azul? De ahí han salido experimentos para medir la salud de una planta según su color o probar la refracción de luz con una botella de agua, que así no tengan una funcionalidad productiva, resultan en aprendizajes más significativos y posibles proyectos de investigación.
“Cuando enseño matemáticas me queda más fácil hacer una práctica de campo para que ellos vean el concepto matemático en la naturaleza y cuando lo veamos en el salón lo asocien y no al revés, donde el muchacho aprende por salir del paso”, agrega.
John Alexánder Echeverry, profesor de la institución educativa comercial de Envigado, otro docente nominado al Global Teacher Prize, quien también trabaja con Ondas, señala que otra ventaja de la investigación en el aula de clases es que motiva la innovación para el desarrollo comunitario. Él ha adelantado con sus estudiantes varios proyectos que impactan a su comunidad: una huerta que purifica el aire de la ciudad, una máquina que atrae y electrocuta al mosquito del dengue y manda alertas continuas a la Secretaría de Salud sobre posibles brotes del virus y un brazo robótico que tritura y aplasta material reciclable con pedalear una bicicleta.
Como estos, son muchos los ejemplos del impacto de la investigación escolar en la comunidad. En el colegio Francisco Torres León, en Meta, convirtieron un basurero en un mariposario; en la institución educativa técnica Simón Bolívar crearon una ‘bicibomba’ con la que los vecinos ahora pueden abastecerse de agua así no tengan electricidad o una motobomba; en la institución educativa Leticia, en Bolívar, los estudiantes proveen de agua potable a la vereda gracias a un sistema de purificación de agua. Y así no tenga un impacto directo, señala Niño, la investigación ayuda a cambiar paradigmas en la comunidad. “Son chicos que comienzan a tener relaciones distintas con sus entornos. La investigación genera un empoderamiento que les permite tener mejores percepciones de sí mismos y de sus posibilidades a futuro”, concluye Niño.
UNICAB - Actualidad Educativa